Viernes, 27 de Junio 2025, 11:10h
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Hay lugares de los que nunca se vuelve, y el Líbano siempre fue para mí uno de esos lugares. Ya lo había conocido antes de la guerra, en 1974 –tenía veintidós años–, cuando estaba poblado por gente amable y hospitalaria, y en la zona antigua de Beirut apacibles señores bigotudos, con corbata y fez turco en la cabeza, leían L’Orient-Le Jour en los cafés fumando tabaco en sus narguiles. Dos años después empecé a cubrir aquel largo conflicto, al que hice doce o quince viajes entre 1976 y 1990. Para entonces, los señores apacibles se habían transformado en milicias encarnizadas, el sosiego en odio irreconciliable, y la antigua Suiza de Oriente medio era un charco de sangre. Durante quince años, primero para Pueblo y luego para TVE, cubrí allí todos los frentes: musulmanes, cristianos, drusos, palestinos, sirios e israelíes. Llegué jovencito y acabé veterano. Y buena parte de la madurez que pude adquirir con el paso del tiempo se la debo a aquella guerra y sus circunstancias.
No soy, como saben ustedes, un fulano propenso a los arrebatos sensibles; pero hubo dos momentos en que se me secó la garganta
Desde que me dediqué a otros asuntos, siempre me negué a viajar a países en los que había cubierto guerras. No es la clase de nostalgia que me gusta. Sin embargo, el Líbano ha acabado siendo una excepción; la única, me parece. Muchas veces, en los treinta y cinco años transcurridos desde la última, pensé en ir allí. Casi todos los viejos amigos están muertos –unos de forma natural y otros de forma violenta, que también es lo más natural del mundo–, pero algunos siguen vivos. Yo también sigo vivo por ahora, y ya no soy el muchacho flaco que fotografiaba los combates nocturnos en Hadath y la batalla de Tel al-Zaatar o corría, con Manu Leguineche y Tomás Alcoverro, ante los Merkava israelíes por la carretera de Sidón. Y supongo que en ese punto reside la cuestión: ya no lo soy, pero lo fui. Y en ciertos momentos de la vida no está de más, por la razón que sea, recordar lo que fuiste alguna vez.
Así que hace unas semanas desempolvé la vieja mochila y me fui al Líbano. No soy en absoluto aprensivo, pero confieso que lo hice inquieto, con miedo a tropezar con algo que destruyese o alterase cierta clase de sensaciones y recuerdos. Aunque las huellas de esa guerra que nunca se extingue del todo aún están por todas partes, me asombraron los cambios, la modernidad, la actual forma de vida. En algunos lugares hay dinero, y se nota. Más lejanas las armas, los libaneses vuelven a mostrarse amables y hospitalarios. Y aún me quedan allí amigos vivos. Casi todo el tiempo lo pasé con Farid –a quien dediqué esta página hace un par de años– rememorando combates, visitando viejos lugares, recordando canciones. A menudo caminábamos o bebíamos en silencio, sin necesidad de palabras, como realmente debe ser, dejando que los recuerdos dialogaran por nosotros.
No soy, como saben ustedes, un fulano propenso a los arrebatos sensibles; pero hubo dos momentos en que se me secó la garganta. Uno fue en el lugar llamado Abu Jaude: un descampado donde una noche, acompañando a un comando kataeb que iba a dar un golpe de mano –Fouad, Hakim, Elie, George y otros siete– nos dimos de boca, a quemarropa, con un comando palestino que iba a hacer lo mismo. El otro momento fue cuando fui a comer una shawarma con Farid y apareció Marwan: cristiano uno, musulmán el otro, los había visto combatir en el mismo bando durante la batalla de los Cien Días contra los sirios, y fue Marwan quien, al caer Farid herido, lo metió en un jeep y lo llevó al hospital, conduciendo con una mano y pegando tiros al aire con la otra para que se apartara la gente. Ambos tienen ahora hijos mayores de lo que ellos eran entonces. Marwan, incluso, tiene nietos. Siguen viéndose de vez en cuando, y lo que más me gustó fue advertir cómo bromeaban entre sí, con esa calmada intimidad que da el haber vivido juntos lo que otros no vivirán jamás. Y era para mí un honor que me incluyeran en ese afecto y en sus recuerdos, y que ni uno ni otro me hubieran olvidado.
No hay guerras felices para nadie. Nunca las hubo. Pero me ha ido bien volver al Líbano. Es algo parecido a cuando izas las velas y sales al mar. Uno se hace mayor y cada vez le cuesta más trabajo reconocer en el espejo a quien fue una vez; al que en otro tiempo –no es que fuéramos mejores, es que simplemente éramos jóvenes– hizo cosas que hoy le parecen imposibles. Y de ese modo, recordar tu vida en el lugar mismo donde la viviste y junto a los últimos testigos que quedan en pie, puede devolverte cierta estimación por ti mismo; por lo que fuiste y por lo que, bajo tus canas y arrugas, tus achaques y el limitado tiempo que te queda, todavía eres. ¿Acaso va un ser humano, por envejecer, a perder su biografía?
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