Viernes, 27 de Junio 2025, 11:22h
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Cada vez que en la televisión aparecen imágenes de lo que está ocurriendo en Gaza, cambio de canal. Si en un periódico aparece una noticia al respecto, vuelvo la página. Peor aún, en dos ocasiones he escrito artículos en los que, entre otras cosas, relataba las situaciones tan injustas que vi con mis propios ojos cuando visité Gaza en 2005, mucho antes de los atentados de Hamás del 2023. Y, sin embargo, después de escribirlos, me autocensuré y los artículos acabaron en la papelera. Porque no quiero que digan que estoy de parte de los terroristas de Hamás y/o me tachen de antisemita.
Por qué un proceder que, en otro sitio se habría llamado 'genocidio', en el caso de Israel hace que todo el mundo se ponga de perfil
Además, desde siempre he sido admiradora del pueblo judío, que ha demostrado, a lo largo de los siglos, inteligencia, creatividad y una capacidad extraordinaria para aportar a la humanidad conocimientos en todas las áreas del saber. Incluso me gusta enfatizar que tengo un apellido judío del que estoy muy orgullosa y espero que algo de esa sapiencia que les es propia haya llegado hasta mí. Por estas y otras razones similares callo.
También porque soy una cobarde. Nada dije, por ejemplo, al enterarme de que en el conflicto han muerto ya más de 55.000 palestinos, entre ellos 15.000 niños. No rechisté tampoco al saber que la intención de Netanyahu es recuperar por la fuerza todos los territorios palestinos, incluida Cisjordania. Una decisión apoyada por el 82 por ciento de los judíos israelíes, mientras que un 60 entre los llamados 'ortodoxos' y el 31 entre los 'seculares' abogan por «matar a todos los habitantes de las ciudades conquistadas siguiendo ejemplos bíblicos».
Callé, asimismo, al darme cuenta de que este exterminio se está llevando a cabo del modo más cruel: con el hambre como arma de guerra. Después de dos meses en los que el estado de Israel prohibió radicalmente que entraran alimentos, medicinas y combustible en la zona, dejando incluso que los suministros enviados por otros países se pudrieran al sol, ahora ha accedido a que entre ayuda, pero con cuentagotas. Abocando así a los palestinos a una muerte lenta y brutal con la connivencia de los países más avanzados del mundo a los que les ocurre lo mismo que a mí, eligen el silencio.
He intentado entender por qué. Entender por qué un proceder que, en cualquier otro punto del globo se habría llamado 'genocidio' o 'limpieza étnica', en este caso, el de Israel, hace que todo el mundo se ponga de perfil. ¿Cuál es la razón? Hay quien opina que esta indiferencia culposa se debe a intereses económicos y geopolíticos. Otros apuntan a causas económicas y la indudable influencia que la comunidad judía tiene en el mundo entero. Hay quien explica tan general omertá por la deshumanizada indiferencia que parece haberse apoderado de la opinión pública en general. Sin duda, son razones de peso, pero yo creo que existe otra que no se debe desdeñar y que es un sentido de culpa mal entendido con respecto al pasado.
Es innegable que lo ocurrido con el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial fue un holocausto de proporciones bíblicas. Innegable, por supuesto, que seis millones de personas inocentes fueron exterminadas del modo más cruel. Pero que yo sepa ni el horror ni el dolor vivido dan patente de corso para que ochenta años más tarde se cometa con otro pueblo una arbitrariedad similar. Me imagino ahora a unos cuantos rasgadores de vestiduras y mesadores de cabellos escandalizados por mis palabras. «¡No tiene nada que ver! ¡Nuestro caso es único en la historia! ¡Negacionista! ¡Mentirosa! ¡Antisemita!». Pero ya me he callado y autocensurado demasiadas veces durante los largos meses que van desde la trágica matanza del 7 de octubre de 2023 hasta el presente.
Por eso ahora reivindico mi derecho a opinar de lo que veo. De lo que vemos todos en las noticias, sin que la comunidad internacional, amordazada por esa incomprensible culpa colectiva debida a pasados horrores, haga nada. Ahora al fin, desde hace un par de semanas, comienzan algunos intelectuales y la sociedad civil a alzar su voz. No sé si servirá de algo. La política internacional está demasiado revuelta y escorada como para ser optimista. Pero al menos parece haberse roto la ley del silencio con respecto a lo que está ocurriendo. Anna Freud, que era judía, tenía un nombre para la actitud que en estos momentos muestra buena parte de su pueblo con respecto a los palestinos. Ella lo llamó «identificación con el agresor», y consiste en que alguien que ha sido víctima de violencia extrema adquiera la conducta de su agresor y, además, se sienta justificado para hacerlo. Es lamentable que uno de los pueblos más brillantes y carismáticos del planeta caiga en semejante deriva.
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