
Secciones
Servicios
Destacamos
Viernes, 06 de Junio 2025, 11:56h
Tiempo de lectura: 8 min
Es un artefacto mitad autobiográfico, mitad doctrinal. En Mein Kampf ('Mi lucha') Aldolf Hitler, el futuro Führer, expone su proyecto de elevar Alemania al rango de primera potencia mundial. Hitler y su lugarteniente Hess escribieron el libro a cuatro manos durante su cómoda estancia en la prisión de Landsberg, donde cumplían condena por el fallido Putsch de la Cervecería, el golpe de Estado en Baviera, en noviembre de 1923.
Hitler no alcanzaba más allá de escribir una precaria redacción escolar, la propia de un individuo que solo concluyó estudios primarios, que después vagabundeó sin saber qué hacer con su vida hasta que se alistó voluntario para la guerra y que tras la contienda se reenganchó de chusquero para asegurarse el rancho y el catre del cuartel.
Con ese bagaje cultural, y el de mil dispersas lecturas mal digeridas, no se podía esperar que Hitler produjera un texto coherente, pero se creció tanto en la adulación de sus fans que no tenía conciencia de sus limitaciones. No obstante, antes de dar el texto a la imprenta lo hizo pulir por el padre Bernhard Stempfle, un fraile que le suprimió muchos errores ortográficos, sintácticos y léxicos, a pesar de lo cual otros persisten y hacen de su lectura una labor penosa.
Ilegible y todo, el libro mereció cálidos elogios de sus secuaces. Goebbels escribe en su diario: «¡Absolutamente fascinante! ¿Quién es este hombre? ¡Mitad plebeyo, mitad Dios! ¿El Cristo verdadero o solo san Juan?», pero personas menos entregadas juzgaron el libro de forma distinta. «El estilo me horrorizó –escribe Hanfstaengl, uno de los pocos nazis cultos de su entorno–. El Cielo sabe que la lengua alemana ofrece posibilidades ilimitadas para una expresión prolija del pensamiento. Ante mis ojos apareció una fraseología de colegial y estridentes lapsos de estilo».
En su libro, el futuro Führer, influido por la ideología darwinista de Karl Haushofer, profesor de Hess en la Universidad de Múnich, denuncia que los alemanes se encuentran constreñidos en un espacio insuficiente para su población. Se nota que ha estudiado el libro del general Friedrich von Bernhardi Alemania y la próxima guerra, de 1911, en el que encontramos expresadas muchas ideas hitlerianas: «La guerra es la necesidad biológica de poner en práctica la ley natural sobre la que se basan todas las restantes leyes de la Naturaleza, la ley de la lucha por la existencia. Las naciones han de progresar o hundirse, no pueden detenerse en un punto muerto, y Alemania ha de elegir entre ser una potencia mundial o hundirse para siempre […]. Alemania figura, a efectos sociopolíticos, a la cabeza de todo progreso en la cultura, pero está confinada en unos límites demasiado estrechos, y, en consecuencia, poco naturales. No puede alcanzar sus elevados fines morales sin un creciente poder político, una mayor esfera de influencia y nuevos territorios. Este creciente poder político, que será la base de nuestra importancia y que estamos autorizados a reclamar, es una necesidad política y el primer y más importante deber del Estado».
Los títulos de algunos capítulos del libro representan el pensamiento dominante en las esferas nacionalistas de Alemania: El derecho a hacer la guerra, Potencia mundial o hundimiento...
¿Dónde encontrarían los alemanes el espacio vital (lebensraum) necesario para su desarrollo como nación? Al Este de Europa, donde los esperaban feraces tierras de cultivo y las enormes reservas de materias primas necesarias para el funcionamiento de la creciente industria alemana. Hitler abogaba por la expansión germánica (germanenzug) hasta los montes Urales y el Cáucaso. En esa tierra instalaría un sistema neofeudal en el que los colonos germanos, individuos de raza superior (übermensch), fueran los señores; y los nativos, todos pueblos de razas inferiores (untermenschen), sus siervos de la gleba.
«Cada ruso dispone de dieciocho veces más tierra que un alemán. ¿Se puede consentir esto? Desde luego que no». ¿Una guerra de conquista? ¿Por qué no? «El mundo se rige por la fuerza de las razas superiores. Es lo que ya hicieron los imperios de la antigüedad, los pueblos fuertes que se impusieron a los débiles. Alemania es el Estado mantenedor y defensor de la raza superior, la aria o germana. Por lo tanto, hay que eliminar de su espectro las razas inferiores que la corrompen, y en especial la judía».
¿Qué régimen político conviene a los alemanes para cumplir su ambicioso destino? Solo lo conseguirán apoyando con lealtad absoluta la autoridad total de un líder o Führer: el propio Hitler.
«Nuestro Estado nacional-socialista controlará todos los aspectos de la vida cotidiana –predica–. El individuo debe estar al servicio del Estado, que podrá limitar sus libertades por el bien común. Los judíos son los enemigos naturales de la raza aria y de Alemania, los impulsores tanto del comunismo como del capitalismo en su afán por dominar el mundo, una aspiración que solo es legítima en los germanos».
Todas esas ideas se muestran en Mein Kampf con absoluta y aterradora claridad, una sarta de planes demenciales apoyados en argumentos pseudocientíficos o pseudohistóricos.
Alemania produce filósofos, como Francia escritores, Suiza banqueros, Italia artistas y Argentina psicólogos. Algunos creen que se debe al idioma, que está especialmente dotado para la especulación. ¿Cómo reaccionó la intelligentsia alemana ante la aparición del Mein Kampf y la propia ideología hitleriana? Notables pensadores, encabezados por Heidegger, el de la filosofía existencial cristiana, comulgaron con ruedas de molino, cogitaron auténticas necedades para justificar los extravíos del nazismo, se arrimaron al poder y recibieron honores, prebendas y cátedras universitarias. Una interpretación de Hegel, el gran filósofo alemán del siglo XIX, también se habría usado para dar la razón a Hitler y producir un hegelianismo destilado: el Estado es supremo, el individuo es tan solo un peón al que hay que amaestrar.
No todos los intelectuales alemanes se plegaron. Una notable minoría, Walter Benjamin y Theodor Adorno entre ellos, se atrevieron a denunciar el nazismo, pero ante la imparable ascensión de Hitler optaron por abandonar Alemania, impulsados por un innato instinto de conservación. Regresado del exilio, Adorno escribiría en su Dialéctica de la ilustración, de 1947: «Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie», un interrogante que todavía no se ha despejado.
Se preguntará el lector cómo es que el mundo no advirtió lo que se le venía encima. Caben dos respuestas complementarias: estaban acostumbrados a que los políticos mintieran e incumplieran sus programas electorales, o el texto de Hitler es tan obtuso que se cae de las manos en las primeras páginas.
Hitler esperaba que el libro fuera un éxito y le rindiera beneficios para comprar un estupendo Mercedes que tenía apalabrado, pero Mein Kampf pasó inadvertido en su momento. Solo cuando ascendió al poder se dispararon las ventas porque el libro se convirtió en lectura obligada para todo el que deseaba prosperar bajo el régimen nazi y porque los ayuntamientos regalaban un ejemplar a los nuevos matrimonios. En los trece años del Reich Milenario se vendieron cientos de miles de ejemplares del Mein Kampf (por los que Hitler ingresó pingües beneficios), pero pocos lo leyeron, un fenómeno parecido al de Marx con El capital, al que pocos comunistas meten el diente.
De paso, Hitler aboga por suprimir el parlamentarismo por ser intrínsecamente contrario al espíritu alemán, dado que la democracia es una añagaza judía para corromper a los pueblos y dominarlos.
Después del ascenso de Hitler, su libro se editó en otros idiomas, aunque siempre abreviado (el original tiene 720 páginas). La primera edición española es la de la editorial Araluce Barcelona, en 1935, pero en 1937, comenzada la Guerra Civil, siguieron otras dos ediciones.
El Führer nunca había tenido un trabajo remunerado y, por lo tanto, jamás había cumplimentado la declaración de la renta. Tras la publicación de Mein Kampf se le olvidó declarar los impuestos aplicables sobre los derechos de autor de su libro. Cuando alcanzó el poder, acumulaba una deuda tributaria de 405.494 marcos. ¿Cómo liquidar la deuda? El presidente de la Oficina de Finanzas del Estado en Múnich, Ludwig Mirre, le ofreció la graciosa condonación del débito sin contrapartida alguna. El secretario del Führer trasmitió su conformidad en un oficio: «El señor Hitler acepta su propuesta».
Fallecido Hitler sin herederos, los derechos de Mein Kampf revertieron al estado de Baviera, que prohibió su publicación, aunque diversas organizaciones neonazis de Occidente lo han mantenido en el mercado.
Mein Kampf solo se ha vuelto a publicar en Alemania en 2016, cuando sus derechos pasaron a dominio público. Se ha impreso una edición crítica con gran aparato de notas, que ayuda a explicar el nazismo.