
Sus 'collages' se exponen en el Museo Thyssen
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Sus 'collages' se exponen en el Museo Thyssen
Viernes, 06 de Junio 2025, 12:51h
Tiempo de lectura: 7 min
Empecé a hacer collages de una manera compulsiva e instintiva hace unos 15 años –cuenta Isabel Coixet–: pegaba, recortaba, unía los materiales más variopintos sin ninguna pretensión más que la de divertirme y llenar las paredes con piezas que, vistas ahora, me parecen completamente irrelevantes. Porque entonces descubrí que algunas de las cosas que hacía merecían la hoguera y otras... otras decían cosas. Cosas con un poder de evocación potentísimo. Cosas llenas de misterio, en apariencia incongruentes, pero que me permitían comunicar de una manera contundente (con diferentes grados de sutileza), mensajes cargados de significado que se emparentan con mis obsesiones: la vida secreta no sólo de las palabras, sino de las imágenes».
Al igual que su amada Agnès Varda, Coixet recolecta desde entonces, como una espigadora más, imágenes, frases y objetos. Rescata lo descartado, dando valor a lo que no parece tenerlo y lo reorganiza poéticamente —esto es: escapando a toda lógica racional— para ponerse a la escucha de lo que la fricción de esas imágenes, archivos, documentos, objetos o frases aparentemente inconexas dan a sentir, ofreciendo incluso un sentido, una lectura, una interpretación que solo el lenguaje del collage puede acaso expresar.
«Hay sin duda un continuum entre lo que Coixet exige de nosotros en sus películas y el lugar narrativo donde nos colocan sus collages», escribe Estrella de Diego, comisaria de la exposición Aprendizaje en la desobediencia que se inaugura el 10 de junio en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, dentro de la programación de PHotoEspaña. En efecto, es el montaje en sí como lenguaje la piedra filosofal de estas dos aproximaciones a la imagen que Coixet desarrolla en su cine (en sus piezas en movimiento) y en estas otras estáticas, sus collages, siguiendo una tradición que se remonta a comienzos del siglo XX, cuando tanto el cineasta ruso Serguéi Eisenstein como el pensador alemán Walter Benjamin sentaron las bases de las ideas de montaje.
Para Einsestein, el montaje representaba el choque que entre imágenes no continuas produce un tercer sentido no presente en ninguna de esas imágenes por separado. Benjamin fue incluso más allá: pensar, defendió, no es ordenar lógicamente un discurso, sino establecer relaciones entre fragmentos. En lugar de construir una narrativa lineal (como la filosofía tradicional o la historia oficial), El pensador alemán propuso una lógica constelar, discontinua, donde las ideas surgen del choque entre materiales dispares, de la tensión entre fragmentos. El significado, defendía, se genera en el intersticio. Vio así en el montaje una profunda forma de pensamiento crítico, ya que el montaje permite el gesto de reapropiación y reordenación, rompe con la ilusión de totalidad y obliga a ver el fragmento como portador de historia al margen de la historia oficial que busca generar ilusiones de continuidad y progreso donde no siempre los hay. «Pensar —escribió Benjamin— significa interrumpir el curso de los pensamientos».
Ya posteriormente a Benjamin, otro alemán, heredero de estas ideas, el cineasta Harun Farocki, las aplicó radicalmente en sus películas e instalaciones, convencido de que las imágenes (especialmente las producidas por el cine comercial, la televisión, el videojuego o la vigilancia) son formas de intervención, no meros reflejos de la realidad. De ahí su obsesión por dirigir pioneramente, en los años 70, su mirada no hacia al mundo, sino hacia los dispositivos que producen visión.
«La idea de que 'un día todo el mundo habrá tomado una foto de todo' —dice Coixet en la misma dirección— me atormenta. Por eso cada vez hago menos fotos y más collages». Un gesto profundamente contracultural en el contexto actual en el que se ha producido también un cambio de paradigma en la fotografía, que ya no parece tan orientada al pasado ni a servirnos para recordar momentos y personas de propia nuestra vida, sino enfocada hacia el futuro con el fin de hacernos recordar en la vida de los otros a partir de aquello con lo que buscamos significarnos a través de las imágenes con las que construimos una identidad virtual legitimable o no por los demás. En este contexto de «imágenes operativas» (para emplear el término de Farocki), el collage ocupa físicamente el espacio como memoria de la memoria que un día tuvimos. Se presenta como sorda y silenciosa protesta matérica ante la ensordecedora amnesia colectiva a la que vamos cediendo nuestra memoria personal, conscientemente o no, por nuestra propia voluntad.
Por eso, también quizá, el título de la exposición: Aprendizaje en la desobediencia, fácilmente asociable a la desobediencia civil y la lucha por los derechos en Estados Unidos a las que uno de los collages alude, de hecho, sin ambigüedad. Es algo cercano a las inquietudes y el universo de Coixet, pero bien intuimos que esa no es toda la verdad y que en su decisión de englobar todo un trabajo de 15 años bajo ese título late quizá el matiz de un aprendizaje en la desobediencia más íntimo y personal, más filosófico: el aprendizaje sin fin de una creadora inquieta, indesmayablemente curiosa, que parece saber desde muy pronto que uno empieza en verdad a morir al darse por realizado y 'hecho', bunkerizado en una identidad equis inamovible.
Coixet se ha esmerado por ello en recordarse siempre como una persona infinitamente abierta a la desconocida que va continuamente descubriendo en sí, desconfiando siempre de sus propios enunciados y defendiendo cierta alergia a esculpir (o a que esculpamos) en mármol las cosas que ha pensado, escrito o dicho y que ella siempre tiende a desenfadar, a relativizar sin por ello quitarles el valor cotidiano y personal que han tenido ese día puntual, en ese contexto, para la que entonces ella era; cosas que pueden hacer de lo insignificante algo significativo solo porque ella ha tenido, en ese momento, el coraje de su propio gusto para atenderlas, sin por qué ni para qué, por puro porque sí, y expresarlo sin más, consciente en todo caso de que importa el gesto, no la obra, ya que, como en el collage de la familia lámpara de aquí abajo, muchas veces se ha descubierto y volverá a descubrirse sintiendo «No quiero lo que he pensado que quería».
Así, pues, en materia de desobediencia, no hay acaso aprendizaje posible ya que la propia desobediencia niega la idea misma de aprendizaje, de acumulación de un saber al que, por pura lógica, uno debería obedecer ante futuros eventos tan impredecibles como lo serán las sensaciones de quien uno será entonces... Surge así la paradoja de la desobediencia, que no dice en verdad «no», sino «sí». La enseñanza más profunda entonces de este aprendizaje, la única quizá posible, es la de todo auténtico creador: mantenerse hasta el fin aprendiz, aceptar de nuevo que cada vez sea siempre, una vez más, la primera y la última. Soportar esa incertidumbre, ese desvalimiento, ese salto al vacío de la creatividad y el vivir, ese no saber pese a lo mucho ya vivido y realizado y, así y todo, volver a crear para creer. Volver a decir —sin palabras— «sí». «Sí», otra vez, en actos. La gran paradoja de la desobediencia: ser, incluso en su más rotundo «no», un acto afirmativo.
Ese mismo acto afirmativo de la creatividad defendía el brillante escritor y crítico de arte inglés John Berger, que no sólo nos enseñó que una imagen no se entiende sin el contexto que la rodea… o el que se le arranca, sino que fue quien, además, animó a Coixet a realizar sus collages: «Él era único para animarte a crear, a arriesgarte, a hacer lo que fuera, y recuerdo que le llevé a París, poco antes de que muriera, uno de los que estaba particularmente orgullosa y le gustó muchísimo (en la exposición hay uno de la misma serie). Hablamos de hacer un libro con textos suyos y collages míos... Como tantas otras cosas, no pudo ser. Pero su fe en mí me ayudó a seguir. Es curioso porque muchas veces, cuando estoy haciéndolos, siento su presencia y su voz».
A la cineasta, otra de las cosas que más le fascinan del collage es su capacidad de unir y hacer convivir en un mismo plano materiales de distintas épocas y contextos: «Una hoja parroquial gallega de 1965 con una imagen de fotomatón rumano de 1950, entradas de cine japonesas, grabados medio quemados del siglo XVII... Y esos mismos materiales pueden ser ordenados de un millón de formas distintas y, sin embargo, sólo hay una, y cuando la encuentras es como si por un instante el universo se ordenara. Ese sentimiento es fugaz, pero poderoso. Y es el que a mí me empuja a seguir».
«La mejor definición de lo que intento hacer —concluye Coixet— la escribió el Conde de Lautrèamont (Isidore Lucien Ducasse) respecto de la poesía: 'El encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en una mesa de quirófano'».