
Los océanos, su último proyecto
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Los océanos, su último proyecto
Su primer recuerdo del océano fue fruto de la imaginación. David Attenborough pasó su infancia en Leicester, a un centenar de kilómetros del mar del Norte, pero el pequeño David no necesitaba ver la inmensidad azul para visualizar en su mente el hábitat perdido de las criaturas cuyo rastro había quedado grabado en la piedra caliza de una antigua cantera cerca de su casa.
El lugar era un filón arqueológico inexplorado, plagado de fósiles de animales marinos. Attenborough los extraía de la roca o los recogía del suelo y, al observarlos, su mente entraba en combustión para imaginar escenas como esta: «Los amonites subían y bajaban en la cálida columna de agua, impulsándose ocasionalmente hacia adelante, con sus conchas enroscadas, como cuernos de carnero, sorprendentemente aerodinámicas bajo la superficie», cuenta en Ocean: Earth's last wilderness (Océano: la última zona salvaje de la Tierra), un libro donde el naturalista británico narra su apasionada relación con las masas de agua que cubren el 71 por ciento de la superficie de la Tierra.
Fue en aquella cantera donde comenzó su gran pasión por la naturaleza. De hecho, su colección de rastros de criaturas extintas llamó la atención de Jacquetta Hawkes, la primera arqueóloga en licenciarse en Cambridge y una celebridad nacional en su país. El impacto de Hawkes ante el 'museo' personal de aquel niño de 7 años acabó por determinar para siempre su vocación. A partir de ahí, explica Attenborough, «he pasado gran parte del resto de mi vida preguntándome qué criaturas habitaban bajo la superficie del océano». Una pregunta a la que poco a poco fue dando respuesta a través de la extensa lista de documentales, series y libros que conforman su legado.
En este nuevo libro cuenta, por ejemplo, su primera experiencia con una ballena azul, el mayor animal que ha habitado la Tierra. Fue hace casi 25 años y ocurrió en el golfo de California, uno de los pocos lugares donde estos inmensos cetáceos se acercan a la orilla para dar a luz y amamantar a sus crías.
«Buscábamos una toma en la que, mientras yo hablaba a cámara a bordo de una pequeña zódiac, una ballena azul emergiera a mi lado para que ambos compartiéramos encuadre y mostrar así su gigantesca magnitud –relata–. Entonces no había drones ni geolocalizadores. La búsqueda corría a cargo de un piloto a bordo de una avioneta, un hombre capaz de distinguir a una ballena azul por su soplo, la columna de aire húmedo que expulsa por el espiráculo al respirar».
Después de mucho esperar, el equipo del naturalista consiguió acercarse a una. «En cuanto estuvimos a unos veinte metros de ella, lanzamos la zódiac, salté sobre ella, me até y, en cuestión de segundos, flotábamos por encima del animal, sumergido a unos seis metros de profundidad. '¡Es una ballena azul!', grité con entusiasmo. Y, entonces, un gran chorro de agua se elevó por encima de nosotros. Quedé completamente empapado. Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida». Y eso, en la vida de Attenborough, es decir mucho.
Su encuentro con la Gran Barrera de Coral, que ya soñaba de niño, ocupa un lugar destacado entre todas sus experiencias. La oportunidad llegó en 1957, con 31 años, fecha de su primer baño en las aguas poco profundas y cálidas del mayor arrecife del planeta: 2600 kilómetros de pólipos coralinos frente a la costa de Queensland, en el noreste de Australia.
«Quedé tan fascinado que, por un momento, me olvidé de respirar –escribe–. Podría haber pasado días allí sin cansarme de los colores, el movimiento, las interacciones... La vida en su máxima expresión. Nada te prepara para ver tantas especies, cada una con su forma única de superar dificultades, encajando todas en un ecosistema vívido y vibrante. Una selva tropical alberga una diversidad extraordinaria, pero no la puedes observar en un paseo; en aquella media hora, sin embargo, vi más especies de las que jamás podría contar. Cuando conoces de verdad el mar, ya nunca miras la Tierra con los mismos ojos».
Casi 70 años después, esta maravilla natural es clave para entender las consecuencias del calentamiento global. Más de la mitad de sus corales son historia, lo que pone en peligro a los peces, aves y mamíferos que dependen ellos. Lejos de llamar a la desesperación, Attenborough nos invita a la esperanza, un estado de ánimo que, eso sí, implica pasar a la acción. «Sabemos que el océano puede recuperarse –alienta–. Si en un siglo redujimos drásticamente la mortalidad infantil y las enfermedades más temidas, si hemos cooperado en problemas globales a un nivel inédito, ¿por qué no dirigimos nuestras habilidades a restaurar los océanos? Yo no veré el final de esta historia, pero sé que cuanto mejor comprendamos la naturaleza, mayor será nuestra esperanza de salvarla... Y, con ella, a nosotros mismos».