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Descubren el 'interruptor' del miedo... y cómo apagarlo

Revolución neurológica... ¿y emocional?

Descubren el 'interruptor' del miedo... y cómo apagarlo

Un equipo de científicos, liderado por una española, ha hecho un descubrimiento neurológico que da un vuelco a lo que creíamos saber sobre cómo nuestro cerebro supera el miedo: ha encontrado el área específica que lo desata. Y no estaba donde pensábamos…

Viernes, 30 de Mayo 2025, 10:59h

Tiempo de lectura: 10 min

No ganamos para sustos. La humanidad parece haber entrado en una espiral de crisis que se solapan: colapsos financieros, pandemia, conflictos geopolíticos y hasta un apagón nos recuerdan la vulnerabilidad de nuestras sociedades, como si nuestras pobres vidas, ya frágiles de por sí, no nos dieran suficientes preocupaciones… 

Vivir con miedo es un sinvivir. Pero el miedo también es uno de los mecanismos evolutivos más exitosos de nuestra especie. Sin embargo, es un mecanismo muy antiguo y se adapta mal a los tiempos que corren… Aunque sigue siendo eficaz para enfrentar amenazas concretas, físicas e inmediatas, presenta dos limitaciones que están erosionando nuestra salud mental. La primera, nuestro cerebro primitivo no distingue entre amenazas difusas y peligros existenciales. La amígdala cerebral, el centro primitivo de mando emocional, reacciona en milisegundos, mucho antes que nuestra corteza prefrontal (la parte racional). Esta velocidad de procesamiento es crucial para la supervivencia en entornos hostiles, donde una fracción de segundo puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Mejor pecar por exceso (un falso positivo) que por defecto y que nos zampe un oso. El problema es que responde con la misma intensidad ante una evaluación laboral que ante un depredador. En ambos casos, nos inunda de cortisol y adrenalina, aumentando nuestro ritmo cardíaco y tensando nuestros músculos para luchar o escapar, aunque existen otras respuestas instintivas, como la parálisis (te quedas bloqueado) y la sumisión (te rindes). Pero todas se traducen en picos de angustia y un desperdicio de energía.

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Lo nunca visto. Corte del cerebro de un ratón que muestra las áreas implicadas en la supresión de las respuestas instintivas al miedo. La imagen, tomada en el Sainsbury Wellcome Centre de Londres, se ha logrado capturar gracias a la optogenética, una combinación de métodos genéticos y ópticos que permite controlar eventos específicos en ciertas células de tejidos vivos.

La segunda limitación: el miedo no está diseñado para mantenerse durante periodos prolongados. Está concebido como una emergencia temporal. Sin embargo, vivimos en un mundo donde las amenazas son crónicas y se extienden en el tiempo: crisis climática, inseguridad económica, polarización social, obsolescencia profesional... Y nuestro cuerpo no está equipado para soportar esta activación prolongada del sistema de estrés, lo que nos destroza a nivel orgánico y nos deja emocionalmente exhaustos. El resultado es que el miedo, nuestro aliado cuando se dosifica en su justa medida, se convierte en una carga abrumadora. ¿Podemos superarlo? ¿Cómo?

Un equipo de científicos del Centro Sainsbury Wellcome de la Universidad College London (UCL) acaba de publicar en Science un descubrimiento que da un vuelco a lo que creíamos saber sobre cómo nuestro cerebro supera el miedo. Y este hallazgo, liderado por la neurocientífica española Sara Mederos junto con la profesora alemana Sonja Hofer, puede transformar las terapias actuales.

¿Una pastilla contra el miedo? Es pronto, pero el gran avance es que se ha identificado una diana terapéutica. Ya no se trata de adormecer todo el cerebro, sino de actuar sobre el mecanismo concreto

El experimento de Mederos y Hofer expuso a ratones a una sombra que se agranda, como si un ave de presa los atacase desde lo alto. Como era de esperar, los ratones huyeron aterrorizados la primera vez. Después de varias exposiciones sin consecuencias, ignoraron la sombra. La novedad está en que se ha encontrado el 'interruptor' del miedo. Y no estaba donde pensábamos… Hasta ahora, los neurocientíficos creían que el asunto se ventilaba en la corteza cerebral, la parte 'pensante y moderna' del cerebro. Pues no.

Resulta que, cuando aprendemos a no tener miedo, el verdadero cambio ocurre en una estructura primitiva y profunda llamada 'núcleo geniculado ventrolateral'. Y aquí viene la prueba definitiva: usando optogenética (una técnica que permite controlar neuronas específicas con luz), las investigadoras pudieron demostrarlo sin lugar a dudas. Cuando desactivaron este núcleo en ratones que ya habían superado su miedo, los pobres animalitos volvieron a aterrorizarse ante la sombra del ave como si nunca hubieran aprendido que era inofensiva. En definitiva, los científicos podían apagar y encender el temor de los ratones a voluntad.

El miedo tiene cuatro caras

Ilia Topuria, campeón de artes marciales mixtas, está acostumbrado a gestionar situaciones que harían entrar en pánico a cualquier otro ser humano. Por algo Topuria se enfrenta en una jaula a luchadores que intimidan tanto como él. Pero el rival es lo que menos le preocupa. «Yo conozco cuatro miedos: al fracaso, al rechazo, a lo desconocido y a la pobreza», suele decir. Esa clasificación intuitiva coincide con lo que la neurociencia, la psicología y la filosofía identifican como los terrores fundamentales.

EL FRACASO

La evolución nos programó para evitar el error, ya que en entornos hostiles podía significar la muerte. Hoy se manifiesta en conductas perfeccionistas y en el síndrome del impostor. «Un día no estará tu mamá. Y, si tú no crees en ti, ¿quién va a creer?», afirma Topuria. Este temor conecta con lo que Epicteto consideraba la preocupación excesiva por... Leer más

Además, el equipo identificó las moléculas exactas que hacen posible este cambio: los endocannabinoides, sustancias relajantes naturales que produce nuestro propio cuerpo. Son mensajeros celulares que reprograman el cerebro diciéndole: «Tranquilo, esto que parecía peligroso ya no lo es». Cuando nos exponemos repetidamente a algo que tememos sin que ocurra nada malo, las neuronas de nuestra corteza visual comienzan a liberar estas moléculas, que viajan hacia el núcleo geniculado y se unen a receptores específicos (los mismos que usa el cannabis). Esta unión produce una sensación de alivio (que contrarresta la tensión y el malestar asociados con el miedo) y facilita que el cerebro primitivo memorice que no hay riesgo.

Fármacos 'antimiedo'

Hasta ahora, el tratamiento más efectivo para superar miedos y fobias ha sido la terapia de exposición o habituación: puedes pasarte años acudiendo al psicólogo para que te convenza de que no debes temer a esa araña o te enfrente poco a poco a situaciones sociales estresantes. Un proceso largo y costoso que trabaja con tu corteza cerebral, la parte racional, intentando convencerla de que no hay peligro. «Los humanos nacen con reacciones instintivas de miedo, como respuestas a ruidos fuertes u objetos que se aproximan rápidamente. Sin embargo, podemos anular estas respuestas a través de la experiencia, como los niños que aprenden a disfrutar de los fuegos artificiales en lugar de temer las explosiones», explica Mederos. Pero el descubrimiento del lugar concreto donde se guarda la 'prueba' de que se ha superado el miedo cambia por completo el panorama. «Los circuitos del miedo en ratones y humanos, además, son similares, lo que abre la puerta a nuevos tratamientos», añade Hofer.

Lo más tentador es fabricar una pastilla contra el miedo. Idealmente, un fármaco que ayude a personas con fobias severas, ansiedad o traumas sin necesidad de terapia. Es cierto que ya existen medicamentos, pero son soluciones imperfectas. Los ansiolíticos funcionan adormeciendo todo el cerebro; te calman, sí, pero también te aturden, generan dependencia y no resuelven el problema de fondo. Ahora se han puesto de moda los betabloqueantes, fármacos diseñados para bajar el ritmo cardiaco que bloquean los efectos de la adrenalina. Aunque tienen sus riesgos, cada vez más personas los utilizan para situaciones puntuales, como hablar en público, ya que reducen los síntomas físicos del miedo (temblores, sudoración, taquicardia).

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Una española sin miedo. Sara Mederos (segunda por la izquierda), neurocientífica española formada en el Instituto Cajal del CSIC, se incorporó en 2020 al prestigioso Sainsbury Wellcome Centre de Londres. Allí lidera estudios revolucionarios sobre las vías neuronales que regulan el miedo. «Se sabe que varias regiones cerebrales están involucra-das en procesar el peligro. Mi desafío es descubrir mecanismos de control que posibiliten nuevas terapias». 

El gran avance es que se ha identificado una diana terapéutica. Ya no se trata de adormecer todo el cerebro o bloquear síntomas generales, sino de actuar sobre el mecanismo concreto. Las posibilidades que se abren son enormes, desde medicamentos que potencien los relajantes biológicos que segregamos –haciendo que la terapia de exposición sea más rápida y efectiva– hasta técnicas de estimulación cerebral profunda dirigidas a ese núcleo primitivo. Incluso la realidad virtual podría aplicarse al tratamiento de fobias, permitiendo exposiciones personalizadas que actúen sobre este circuito recién descubierto.

El mercado lo demanda, o más bien lo pide a gritos... Solo las ventas globales de medicamentos basados en benzodiacepinas (un grupo de ansiolíticos) alcanzaron los 2800 millones de dólares en 2023 y llegarán a los 4000 millones en 2032. 

Una reciente investigación de la Universidad de California en Davis explica por qué experimentamos tanta ansiedad en tiempos de incertidumbre prolongada como los actuales. Los investigadores Drew Fox y Dan Holley descubrieron que nuestro cerebro no responde a la probabilidad objetiva de un evento negativo, sino a lo que denominan 'tasa de riesgo', esto es, la percepción de que el peligro aumenta con cada momento que pasa sin que ocurra el evento temido.

¿Soldados que se vuelven temerarios con una píldora?

En su experimento, los participantes recibían una pequeña recompensa económica a cambio de exponerse a recibir una leve descarga eléctrica en cualquier momento. Lo sorprendente fue que la ansiedad no aumentaba por la probabilidad objetiva de recibir la descarga, sino por cuánto tiempo llevaban esperando sin que ocurriera nada. Esta situación es análoga a una gacela en la sabana: cada segundo con la cabeza baja obtiene más alimento, pero tiene que pagar un coste creciente en estrés. Como señala Holley: «La gacela podría mantener la cabeza agachada y pastar un poco más, pero aumenta su sensación de que puede ser atacada por un león. Este cálculo se vuelve más tenso con cada momento que pasa, aunque la probabilidad objetiva de que aparezca un depredador en cualquier momento, en realidad, es constante».

Un tratamiento rápido y efectivo que atajara el miedo sería revolucionario, por ejemplo, para abordar el trastorno por estrés postraumático en veteranos de guerra. Una estadística del Ejército de EE.UU. muestra que, en lo que va de siglo, han muerto más soldados por suicidio que en combate. 

Pero cualquier nueva tecnología es dual y puede tener contraindicaciones éticas. ¿Soldados a los que se administra una pastilla que los vuelve temerarios (y desprecian su propia seguridad) antes de una misión? Diversos estudios han demostrado que pacientes con daño en la amígdala, que presentan déficits en la experiencia del miedo, suelen tomar decisiones más arriesgadas y menos ventajosas a largo plazo. En cierto modo pasa lo mismo con el dolor: protege de un daño mayor, a no ser que se vuelva intolerable. Más allá de escenarios distópicos, las posibilidades comerciales son casi infinitas: desde píldoras para superar el miedo a volar hasta otras que ayudan a enfrentarse a situaciones de alto riesgo, por ejemplo, para cirujanos, bomberos o controladores aéreos. ¿Pero dónde se traza la frontera? ¿Por qué no librarse de las inseguridades ante una primera cita, un examen oral, una entrevista de trabajo? Quizá porque nos perderíamos una de las más satisfactorias sensaciones del ser humano: la de haberle echado valor.

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