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Jueves, 29 de Mayo 2025, 10:00h
Tiempo de lectura: 4 min
Es el paraíso. Hace calor y se está cómodo, a salvo de los peligros. Y puedes pasarte todo el día dormitando. No tienes que preocuparte por la comida, ni siquiera de respirar. Ahí está ese gatito de la foto de arriba, a punto de nacer, tras pasar dos meses dentro del cuerpo de su madre. Mide 15 centímetros y llegará al mundo con los ojos totalmente cerrados.
La vida transcurre plácida en el entorno cálido, seguro, húmedo y oscuro que ofrece el interior del útero materno antes de salir al mundo exterior. Y si no es el cuerpo de la madre el que ofrece tan acogedor refugio, el que lo hace es el huevo, como ocurre con las aves y la mayoría de los reptiles. En uno u otro lugar, un ser vivo, un individuo completo, crece a partir de una diminuta célula fecundada
Los científicos llevan generaciones intentando profundizar en este fenómeno fascinante. Pero solo ahora, con sofisticadas resonancias y escáneres y los análisis genéticos, han conseguido lanzar una mirada minuciosa sobre los procesos que conducen al desarrollo de una nueva criatura.
Para obrar su milagro, la naturaleza necesita un plazo de tiempo variable, dependiente del tamaño de la especie y de si el recién nacido tendrá que ser autónomo desde el mismo momento de nacer o de si seguirá madurando ya fuera del cuerpo de la madre, como sucede con el canguro. Sea como fuere, el proceso que da pie a un ser vivo comienza en todas las especies con el mismo fenómeno: la división celular. Tras la fecundación, el óvulo se estrecha y luego se divide en dos mitades.
A continuación, cada una de esas mitades vuelve a dividirse. Y luego lo hace otra vez, y otra, y otra más. Este cúmulo de células no tarda en agruparse para formar una esfera hueca, que se pliega hacia dentro, se estrecha y se ensancha, se hincha y se deforma hasta que finalmente acaba surgiendo un lagarto, una gallina, un león o un ser humano, todos con sus correspondientes órganos internos.
Durante la fase temprana de su desarrollo, los embriones de todos los animales mamíferos guardan un parecido sorprendente. El descubridor de este fenómeno fue el zoólogo alemán Karl-Ernst von Baer, ya en la primera mitad del siglo XIX. Por error, este científico había intercambiado en su laboratorio tubos de cristal con embriones de distintos animales.
Así se dio cuenta de que, por mucho que se esforzara, era incapaz de determinar a qué especie correspondía cada espécimen. Von Baer siguió investigando y descubrió que los embriones de especies diferentes solo empezaban a adquirir sus rasgos propios en fases avanzadas de su desarrollo. Charles Darwin se valió tiempo después del descubrimiento de Von Baer para sustentar su teoría de la evolución, según la cual todos los animales de este planeta tienen un origen común.
Pero ¿cómo se controla la transformación paulatina de un grupo. de células en un organismo completo? ¿Cómo consigue cada componente encontrar su lugar en todo el conjunto? ¿Cómo adquieren las células sus características diferenciadoras? ¿Y cómo se organizan para formar garras y manos, cabezas y fauces, ojos y demás órganos? La respuesta que los biólogos han encontrado para estas preguntas es sorprendente: a pesar de todas sus diferencias, la naturaleza cuenta con un único sistema rector para la constitución de los distintos organismos.
Un complejo juego de hormonas, factores de crecimiento y los llamados 'genes homeóticos' regulan la formación de un organismo nuevo en el interior del seno materno. Los científicos todavía no conocen todo este arsenal de factores de carácter hereditario, pero sí tienen clara una cosa: es universal.
Una vez que estos genes rectores han concluido su trabajo y un conjunto indiferenciado de células se ha transformado en un embrión, el ser en formación solo tiene una tarea en el interior de la placenta: crecer, crecer y crecer. Cuando por fin llega el momento de salir al exterior, el feto maduro envía una señal hormonal. De esta manera se puede decir que es el propio feto el que determina el día del nacimiento.