Viernes, 11 de Julio 2025, 08:33h
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Hubo un tiempo en el que quienes viajaban lo hacían para conocer otras gentes y otras costumbres. Se internaban en ciudades y parajes desconocidos, adaptándose a ellos por curiosidad, simpatía o mera supervivencia. Con el tiempo esa forma de viajar fue estropeada por un turismo bastardo, anglosajón y sobre todo norteamericano, que empezó a exigir instalaciones y costumbres semejantes a las que traía de origen; a encontrar su propio modo de vida en los países extranjeros que visitaba. Con las naturales complicidades locales, esa tendencia se impuso en todas partes: turistas en busca de bares, restaurantes, tiendas, marcas de ropa donde el viajero actual acude a reponerse tras breves, organizadas y puntuales incursiones en el tipismo local, por lo común ligeras y determinadas por las tendencias que determinen las redes sociales.
Convencido de que comer un plato de mejillones en Bruselas es un acto tan cultural como visitar la Capilla Sixtina, ese turista no viaja, sino que deglute
La gastronomía, o más bien el turismo gastronómico, se ha convertido en curioso apéndice del asunto. Y respetable como es, no deja de contaminarse de ciertas grotescas perversiones. A menudo el viajero moderno desea conocer la comida local, pero también exige alternativas que le sean familiares; e incluso cuando se adentra en lo desconocido lo hace a veces con reservas, prejuicios y la puntita nada más, exigiendo que los gustos locales se adapten a sus costumbres o participen de los usos internacionales. Y cuando no es así, se indigna. ¿Cómo es que no tienen, protesta, esto o aquello?
Pensé en eso hace unas semanas, observando la fauna y la flora que transita por calles y bazares de varias ciudades orientales. Me llamó la atención cómo aumenta el tipo de turista que fotografía más platos de comida que otra cosa: convencido de que comer un plato de mejillones en Bruselas es un acto tan cultural como visitar la Capilla Sixtina, ese turista deglute más que viaja. No descubre lugares o formas de vida para aprender de ellos, sino que machaca Instagram con etiquetas como #FoodieinSarajevo o #GastroTuPutaMadre. Recorre el mundo menos para conocerlo que para hacer la digestión mientras tuitea, y casi nunca con un libro de Historia o una guía de viaje en las manos, sino con un teléfono móvil; tan atento a las sugerencias de las redes sociales como a ser prescriptor de andar por casa, bombardeando a sus amistades, seguidores o quien sea, con selfis en restaurantes o fotos de coloridos platos: en vez de una puesta de sol en el Egeo, un carpaccio de quisquilla sobre espuma de mejillón al curry; mientras la cárcel de Sócrates o la casa de Lope de Vega esperan al fondo, lejanas y fuera de foco.
Lo más curioso en esto de zampar y beber, llevado a casos extremos, son las perversiones de la peña, raras veces consciente de su propio esperpento. Hace pocas semanas presencié una escena reveladora en Estambul, ciudad que pese a verse asolada por cientos de miles de turistas sigue oliendo a Historia, imperio caído y tiendas de especias. En la calle Örüküler, una española –fue el idioma lo que me llamó la atención– gafas de marca y sandalias ortopédicas con aspiraciones cosmopolitas, estaba ante un tenderete de zumos de frutas atendido por un turco bigotudo, de los de toda la vida, con cara de resignación ancestral.
–Pero, ¿cómo es que no tenéis zumo natural de mango? –se admiraba la viajera en fluido español de Cuenca, altiva, superior, crecida en el tuteo.
El turco, curtido por el sol, el turismo idiota y la inflación galopante, intentaba explicar en inglés y por gestos que no, que ni natural ni artificial. Que aquello era Estambul y no un hotel de Punta Cana; que podía ofrecerle té, agua y unas botellas de zumo de sandía, de granada o de uvas. Pero la pava insistía, siempre en español, contumaz y sedienta: que en el hotel se lo habían puesto, que en Google salía un sitio con zumo de mango en esa misma calle, etcétera. Y todo eso, mientras a quince minutos de allí el Museo Arqueológico se veía visitado por sólo unas docenas de personas y pocos se detenían ante los sarcófagos de Sidón o los restos de Troya; cuyos ciudadanos, para su desdicha turística, no sabían hacer frappé de aguacate ni combinar el hummus con ketchup y salmorejo de Córdoba.
Me quedé por allí cerca, oreja atenta, hasta que terminó el sainete con la española yéndose indignada mientras escribía, supongo, una reseña negativa en su página de lo que fuera, con el comentario: Esto con los turcos de Berlín no pasa. Y viéndola irse, flemático y ancestralmente sabio, el tendero turco encendió un cigarrillo sin decir nada, quizá preguntándose en qué momento los invasores bárbaros dejaron de venir con espadas y empezaron a llegar con intolerancias alimenticias.
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