Viernes, 11 de Julio 2025, 08:29h
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Quién nos lo iba a decir. La moderación se ha vuelto revolucionaria. Sí, ya sé que siempre se la ha tenido por una virtud sensata, civilizada. Pero, si se fijan, igual que ocurre con el amor, la moderación es (o al menos parece) la antítesis de la pasión. ¿Puede uno ser apasionadamente moderado? A mí me encantaría serlo, pero suena a oxímoron. Además, queda muchísimo mejor declararse arrebatado que tibio, vehemente que moderado, extático que sensato.
La moderación es (o al menos parece) la antítesis de la pasión. ¿Puede uno ser apasionadamente moderado?
En la historia, las páginas gloriosas no son para los contenidos, sino para los revolucionarios, los disruptivos, los temerarios y rompedores. Como Alejandro Magno, atreviéndose a cercenar con su espada el nudo gordiano, o la decisión de Julio César de cruzar el Rubicón. Pero dicho esto, ¿qué sería de la especie humana sin la gris, burocrática y aburridísima moderación? Los arrebatados rompen moldes y tiran abajo viejas estructuras, pero los moderados construyen, apaciguan, sosiegan. Ambas actitudes son necesarias y se complementan, pero ¿qué pasa cuando una claramente domina sobre la otra?
Hay tiempos más turbulentos y levantiscos que otros, y esa tendencia a la disrupción suele ser un fenómeno global. Ocurría ya cuando los medios de comunicación no existían y, con más razón, ocurre ahora en el mundo hiperconectado en el que vivimos. ¿Es casualidad, por ejemplo, que los mandatarios más destacados del momento sean inmoderados de uno u otro signo? Putin, Trump, Netanyahu y otros líderes más cercanos a nosotros tienen muchas diferencias doctrinales, pero una actitud común: la falta de mesura.
También tienen en común la polarización, que es hija, por un lado, de la demagogia y, por otro, de la manipulación. Y no hay nada más fácil de contagiar que la falta de mesura porque, recurriendo de nuevo al símil del amor, atrae más la pasión que la razón, la disrupción que la templanza. Y luego, para añadir un ingrediente suplementario al funesto caldero de la discordia que nuestros líderes revuelven con tanto ahínco: un factor fundamental presente en todo comportamiento humano. Hablo de lo que Nietzsche llamó «la moral del rebaño».
Somos animales gregarios y no nos gusta desentonar, lo que hace a la gente abrazar ideas o, peor aún, ideologías que a veces son contrarias a sus propias convicciones éticas o morales y/o perniciosas para sus intereses. Y en esta disparatada sopa flotamos todos. Algunos, encantados de cocerse en ella porque una de las virtudes de la inmoderación, el caudillismo y la polarización es hacer creer a los ciudadanos que forman parte de un grupo de élite, de aquellos que están 'en el lado correcto de la historia' y demás engañabobos.
Otras personas, en cambio, flotamos, como yo, en este viscoso caldo tratando de no ahogarnos en él y mantener la cordura. Mantener también la moderación, que es lo que nos permite pensar, discernir, elegir. Desde Horacio a Hannah Arendt, nadie ha dicho nunca que pensar por uno mismo no conlleve riesgos, los tiene y muy grandes, pero es el factor que nos hace humanos. Es verdad que en tiempos tan polarizados es una temeridad, pero por eso digo que la moderación es hoy revolucionaria. Y, sin embargo, estoy segura de que no soy la única que lo piensa; por eso sé que, tarde o temprano, dejará de ser revolucionaria para convertirse en la norma. Así ha sido siempre: acción, reacción; es la historia de nuestra especie.
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