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Mi hermosa lavandería

Lista de bodas

Isabel Coixet

Viernes, 11 de Julio 2025, 08:32h

Tiempo de lectura: 3 min

La película Isadora, de Vanessa Redgrave, empieza con una escena de la bailarina Isadora Duncan de niña, quemando el certificado de boda de sus padres y jurando solemnemente que no se casará nunca. Luego la cinta muestra cómo ella olvida su juramento y se casa, con resultados desastrosos. Vi esta película cuando debía de tener la edad de la niña protagonista y recuerdo muy bien que me prometí a mí misma no casarme. Lo he cumplido.

Es la manera más 'kitsch' que tiene el capitalismo de organizar y monetizar el amor y la familia

A lo largo de los años, he tenido que explicar por activa y por pasiva por qué tomé esta decisión y por qué, si no quieres fastidiarme el día, es mejor no invitarme a una boda. Opto por explicar siempre que tengo alergia a las festividades y eventos, a cualquier cosa que sea solemne y pomposa, lo cual no es mentira. Creo que en la última ceremonia a la que fui tuve que desaparecer de inmediato tras ver, estupefacta, la entrada de los novios a caballo –ella con un miriñaque blanco que no le podía sentar peor, él con un chaqué gris de conductor de diligencias de serie histórica de Antena 3– al banquete de bodas, al ritmo de la melodía de Carros de fuego. Los caballos, por supuesto, se cagaron nada más entrar en la sala y el olor hizo que ya no  llegara a ver el corte de la tarta nupcial con espadas. Por supuesto, pasé por el trance absurdo de la lista de bodas, apoquinando mi parte en el viaje de los novios a las Seychelles. Cuando se divorciaron un año y medio más tarde, se me pasó por la cabeza pedirles una indemnización por el daño cerebral que me infligieron tan sólo rememorando el momento 'caballo/Carros de fuego', pero desistí.

Sé que hay toda una industria alrededor de las bodas y que los que viven de ella, probablemente, detestarán este artículo, pero creo que hay pocas cosas tan dañinas para la psique como firmar un papel que hace constar que estás unido a alguien ante la Iglesia y ante la ley y que, por tanto, te tienes que gastar y hacer gastar a tus parientes una pasta en celebrar la absurda decisión que has tomado. Cada vez que paso por una tienda de vestidos blancos, cada vez que veo una foto en Instagram de una mujer excitadísima mostrando el dedo anular a la cámara con un anillo de brillantes  y la frase «Dije sí», cada vez que veo a un tipo arrodillado delante de una mujer con una puesta de sol detrás mientras un primo los rueda, cada vez que a algún cineasta se le ocurre hacer una película sobre una organizadora de bodas que encuentra el amor, tengo que reprimir algo entre un grito y  un bostezo. Las bodas no tienen nada que ver con el amor: tienen que ver con el status (artificial), con los impuestos y los derechos (una construcción social profundamente injusta), con el narcisismo («esta es mi fiesta, soy el/la protagonista y vais a escuchar diecisiete veces Unchained melody, os guste o no»), con el daltonismo (el blanco no le sienta bien a nadie) y con querer vivir un momento romantizado por las leyendas, las películas y la Biblia en verso que ni hará que quieras ni te quieran más ni que alguien permanezca más sólidamente a tu lado. Es la manera más kitsch que tiene el capitalismo de organizar y monetizar el amor y la familia. 

Por supuesto, todo esto viene a colación del reciente bodorrio del año en Venecia, cuyo programa de festejos empezó con una fiesta de la espuma en el yate del señor Amazon, como si se tratara de un spring break de alumnos de secundaria. Al margen del dudoso gusto de paralizar una ciudad como Venecia porque a la señora Sánchez (mitad mujer/mitad experimento estético que a ver cómo acaba) se le antojaba ir en góndola, yo sólo podía pensar en que todos los que miramos, y criticamos y comentamos las inenarrables fotos de la boda de las narices hemos contribuido en la lista de bodas de la parejita. Cada vez que hemos comprado cualquier mierda en Amazon que podíamos comprar en nuestro barrio, hemos contribuido a pagar los 30.000 dólares del vestido Dolce & Gabbana de la señora y los cinco millones de dólares del banquete, amén del costo de los 70 aviones privados para los invitados. No, no me extraña que salgan sonrientes en todas las fotos: se están riendo en nuestra cara y con razón.  

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