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Animales de compañía

Pacotillas

Juan Manuel de Prada

Viernes, 11 de Julio 2025, 08:31h

Tiempo de lectura: 3 min

Elmyr de Hory, el célebre falsificador de obras de arte a quien Orson Welles rendiría homenaje en su película Fake, cuenta en sus memorias cómo decidió abandonar su incipiente carrera de artista. Un día cualquiera, una ricachona esnob visitó su buhardilla miserable en Montparnasse, con la intención de comprarle algún cuadro. Mientras Hory se esmeraba por embaucarla, la ricachona se fijó en un dibujo que el húngaro había pintarrajeado con evidente torpeza y que, tras descartarlo, había utilizado para reemplazar uno de los vidrios rotos del ventanuco de su buhardilla. La ricachona contempló con ojos golosos el dibujo avejentado por el frío húmedo de París y claveteado con chinchetas y exclamó: «¡Pero si se trata de un Picasso!». Hory reaccionó con una suerte de desganada resignación: «Así es –mintió–. No le había encontrado mejor destino...». La ricachona, despreciando los demás dibujos y óleos de Hory, se apresuró a ofrecer una suma suculenta por el pintarrajo. Desde entonces, Hory se dedicó a pintar pacotillas, falsificando a destajo a los pintores más cotizados de su tiempo.

El falsario ya no se conforma con imitar al artista: se presenta como artista él mismo

Soy de los que piensan que nuestra época ha entronizado una forma de arte que, salvo contadas excepciones, se regodea en la pacotilla. El arte ha dejado de regirse por leyes establecidas por la tradición para instaurar sucesivas formas de originalidad caprichosa, regidas por leyes que el propio artista determina arbitrariamente y que, en su engreimiento, terminan siendo en realidad una fatua ausencia de leyes. Y, allá donde no hay leyes, es natural que triunfe el desorden; que, como todo el mundo sabe, es lo más sencillo de reproducir. Y así el arte se ha ido convirtiendo poco a poco en un enjambre de sucesivas falsificaciones, en las que el falsario ya no se conforma con imitar al artista, sino que simplemente se presenta como artista verdadero él mismo. Allá donde no hay leyes triunfan los facinerosos; y allá donde cualquier aspaviento se puede presentar como originalidad triunfan los aspaventeros. Un falsario como Hory al menos tenía la humildad de someter su talento a unas reglas técnicas que le imponía la imitación del artista elegido; hoy el falsario puede permitirse el lujo de ser irreprochablemente original, puede permitirse la soberbia de colar sus pacotillas como alardes creativos, sin temor a ser desenmascarado.

El timo, en arte, ha devenido una variante risueña de la rutina. La impostura, la mistificación, el endiosamiento de la mamarrachada se han convertido en moneda de curso corriente. La inepcia –o la bellaquería– de cierta crítica artística que se ampara en una jerga superferolítica para dar lustre a las tomaduras de pelo ya no constituye una novedad; tampoco que el público se trague la bola y desfile mansamente ante patochadas que los sacerdortisos del arte maquillan con su jerga indescifrable. Una de las grandes manipulaciones colectivas de nuestra época ha consistido en inculcar a las multitudes la creencia de que cualquier persona impermeable a estas pacotillas esconde dentro de sí a un filisteo, cuando no a un reaccionario. Como la acusación de reaccionarismo excede en gravedad a las acusaciones de xenofobia o misoginia o pederastia, la gente pasea la mirada ante las pacotillas que se les ofrecen como arte fingiendo arrobo. Como en aquella fábula en que el rey se paseaba con un vestido supuestamente invisible para los necios, nadie se atreve a denunciar la engañifa, y cuando aparece un niño –quiero decir, una persona desprejuiciada– que se burla de la desnudez del monarca –quiero decir, del papanatismo ambiental– se le condena al ostracismo, con el estigma infamante de reaccionario.

En Mil ojos esconde la noche, mi más reciente novela, el negocio de las falsificaciones artísticas adquiere gran protagonismo, pues fue un medio de vida bastante habitual para muchos de los artistas que habitan sus páginas. En especial para el pintor surrealista canario Óscar Domínguez, que durante los años de la Ocupación de Francia falsificó con virtuosismo y sin recato tanto a Chirico como a Picasso (al español seguramente con su consentimiento). Para mí, las falsificaciones que Domínguez hizo de Chirico y Picasso se cuentan entre lo más significativo de su obra, que tiene un tufillo derivativo considerable; y algunas se han expuesto durante décadas en los museos más prestigiosos del mundo, como si fuesen obras originales de los artistas falsificados. Estoy seguro de que muchos millonetis tendrán en sus mansiones falsificaciones de Domínguez, pensado que poseen originales de Picasso o Chirico. Pero… ¿qué es original y qué es falso, entre tanta pacotilla?


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